viernes, 12 de agosto de 2011

Casa Lezama Leguizamón, tratado de buenas maneras

En ocasiones,  una clase social no necesita, para justificar su prestigio, enlazar con lejanas victorias en batallas medievales. A veces se puede lograr un efecto similar si se dispone de capital, un arquitecto hábil, un buen sastre de la escuela inglesa, preferiblemente amamantado en Savile Row, y alguna habilidad con los cubiertos a la hora del almuerzo.

La casa Lezama Leguizamón es un ejemplo afortunado. Una porción de la alta burguesía bilbaína tuvo todo eso y algo más a principios de los años veinte del siglo pasado; un solar espectacular mediado entre la Gran Vía y el Parque de Doña Casilda y dos arquitectos en vez de uno.

Ricardo Bastida y José María Basterra (1922) escenifican con astucia un soberbio espectáculo de esplendor, magnificencia y dinero bien invertido. Esta gran macedonia de estilos y columnas configura un edificio que va desmelenándose según va ganando en altura. El circunspecto basamento almohadillado termina en una balaustrada a partir de la cual comienza la fiesta de columnas, ornamentos y terrazas que nos llevan hasta las dos últimas plantas de inspiración barroca. El elemento final son las torres que rematan las esquinas. La torre es tal vez el elemento arquitectónico más en entrelazado al concepto de poder, un complejo que arrastramos desde la Edad Media. El edificio termina con unas elaboradas coronitas – balaustradas - que reposan sobre las cuatro torres.

Es posible que hubiéramos preferido una burguesía que no se hubiera tomado a si misma tan en serio. Quizá un simpático ladeo en las coronitas de las torres la hubiera hecho más cercana.

Casa Lezama Leguizamón
Gran Vía, 58-60